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Ciudad del Vaticano - En estas horas en las que la Iglesia ha recibido un nuevo Pontífice, León XIV, me ha llamado la atención escuchar algunas reacciones que, aunque comprensibles, revelan cierta incomprensión de la naturaleza del papado: “Yo voy con cautela, primero veamos cómo es, luego juzgamos”. Casi como si se tratara de la elección de un director general o de un representante político a evaluar, aprobar, poner a prueba. Pero no es así. El Papa no se evalúa, no se mide. Al Papa se lo acoge, porque es el Sucesor de Pedro, y Pedro es elegido por Dios para guiar Su Iglesia. Por supuesto, las decisiones que toma un Pontífice pueden ser discutidas, criticadas o valoradas, pero su persona, su ministerio, no son ni pueden ser objeto de juicio.

Cualquiera que sea su nombre, su origen, su temperamento o sus ideas, el Sucesor de Pedro es una elección que el Señorhace por su pueblo. No somos nosotros quienes debemos estudiarlo, clasificarlo, aprobarlo. Es un ministerio que excede a la persona. Y esta verdad sencilla, tal vez, la hemos olvidado un poco, después de doce años en los que el papado se ha vivido y percibido con frecuencia en clave personalista. Doce años en los que se ha hablado mucho del Papa, y demasiado poco del Señor Jesús.

León XIV, en su primera homilía ante el Colegio cardenalicio, supo devolver esta verdad con palabras luminosas: “Nuestro deber es desaparecer para que quede Cristo, hacernos pequeños para que Él sea conocido y glorificado, entregarnos hasta el final para que a nadie le falte la oportunidad de conocerlo y amarlo.” Esto es el Papa: aquel que, vaciándose, deja espacio a Cristo.

Por eso, la Iglesia no teme a la tempestad. La barca, incluso cuando es sacudida por el viento, incluso cuando el Señorparece dormir, permanece firme. Como dijo Benedicto XVI en su despedida: “La barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino suya. Y el Señor no la deja hundirse.” Es esta certeza la que nos permite vivir cada pontificado con fe y confianza, sin dar portazos. Es esta certeza la que nos ha guiado en estos doce años en los que, aunque criticando legítimamente algunas decisiones vividas de forma personalista, siempre hemos mirado al Sucesor de Pedro por lo que es, con afecto filial. El Señor nos ama, no nos abandona. Ayer lo vimos testimoniado vivamente en la Plaza de San Pedro: esos jóvenes estadounidenses junto a nosotros que, al ver el humo blanco, comenzaron a celebrar sin saber quién había sido elegido. Porque para ellos —y para nosotros— no importa el nombre, sino el hecho de que hay un nuevo Pedro. Y eso basta.

León XIV no es un buen Papa porque haya llevado la mozzetta roja o la estola pontificia, ni habría sido un mal Papa si no lo hubiese hecho. La verdadera diferencia respecto al pasado es que ciertas elecciones no parecen ser señales ideológicas, sino gestos sencillos de un hombre manso, visiblemente emocionado, quizás incluso asustado, pero dócil al Espíritu. Un hombre que ama la vida consagrada, que ha servido con discreción, que ha dado frutos, y que ahora se encuentra llamado a decir “sí” a una llamada inmensa. Un hombre que, como escribí ayer, es la caricia de Dios a su Iglesia. No reduzcamos la fe a una mozzetta, a una mitra, a una homilía en latín. No cometamos el error —cometido por progresistas y tradicionalistas por igual— de evaluar todo según las apariencias. No es la forma en sí lo irrelevante, porque a menudo la forma es sustancia, sino que es la intención del corazón, la transparencia de la fe, la que dice si esa forma está habitada por Cristo.

En 2013, la homilía del Pontífice electo se detenía en las carencias de la Iglesia, con tonos duros y autorreferenciales: “Somos mundanos, somos Obispos, Sacerdotes, Cardenales, Papas, pero no discípulos del Señor.” El acento estaba en el hombre, en sus límites, en sus culpas. Hoy, en la Capilla Sixtina, hemos escuchado palabras diferentes: palabras que han vuelto a poner en el centro a Jesucristo, con una invitación clara y sencilla, que dice todo sobre la tarea de un Papa: desaparecer.

Estamos ante un hombre que, con voz temblorosa pero corazón firme, parece saber que su papel no es mostrarse, sino hacerse transparente. Y entonces sí, podemos mirar al futuro con confianza y paz. Porque Pedro es Pedro. Y la barcaestá, siempre y en todo caso, en las manos del Señor —aunque, tal vez, lo hubiéramos olvidado.

Marco Felipe Perfetti
Silere non possum