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Ciudad del Vaticano - Con la elección de León XIV, el primer papa estadounidense, la Iglesia católica entra verdaderamente en una nueva fase de su historia. No es solo un hecho histórico —nunca antes un sucesor de Pedro había venido de los Estados Unidos— sino que llama especialmente la atención el nombre que el nuevo pontífice ha elegido para su ministerio. Apenas escuché pronunciar “León XIV”, mi pensamiento fue de inmediato a León XIII, y los orígenes del cardenal agustino Robert Francis Prevost hicieron resonar en mi mente esas palabras, Longinqua Oceani, con las que precisamente León XIII miraba hacia América.

Para comprender el peso de esta expresión, hay que volver a 1895, cuando León XIII escribió la encíclica Longinqua Oceani. En ese texto, dirigido a los obispos de los Estados Unidos, el papa expresaba una profunda admiración por la vitalidad de la Iglesia americana, entonces joven, en pleno crecimiento, sostenida por un extraordinario fermento de iniciativas: escuelas, parroquias, vocaciones religiosas, obras caritativas. León XIII miraba con respeto el hecho de que, gracias a la libertad religiosa garantizada por la Constitución estadounidense, los católicos pudieran prosperar sin sufrir aquellas discriminaciones que aún, en aquella época, afligían a la Iglesia en muchos países de Europa. Pero León XIII no se limitaba a celebrar los éxitos. Lanzaba también una advertencia, que sigue siendo actual hoy en día: el riesgo de que la Iglesia, por adaptarse demasiado fácilmente a los principios liberales y democráticos de la sociedad estadounidense, terminara poniendo en cuestión su propia estructura jerárquica y doctrinal. Lo que el papa llamaba “americanismo” era la tentación de transformar la Iglesia en una institución moldeada por los valores políticos del liberalismo: exaltación de la iniciativa privada en detrimento de la obediencia eclesial, reducción de los votos religiosos (como castidad, pobreza, obediencia), tendencia a suavizar las verdades más duras del Evangelio para hacerlas más aceptables a la sensibilidad moderna.

Según León XIII, el punto era claro: la Iglesia puede dialogar con la modernidad, pero no puede doblegarse a sus criterios. No puede convertirse en una democracia, no puede renunciar a su jerarquía, no puede transformarse en una agencia social o en una simple comunidad moral. El corazón de la Iglesia no es el consenso popular, no es la adaptación a los tiempos, sino el anuncio del Evangelio y la fidelidad al mandato recibido de Cristo.

Hoy, más de un siglo después, esos riesgos no han desaparecido. Es más, podríamos decir que se han amplificado. Vivimos en una época marcada por un individualismo aún más radical, por un relativismo difundido, por una cultura global que tiende a marginar las verdades absolutas y a valorar solo lo que es funcional, útil, rentable. La tentación, para la Iglesia, es volverse “mediática”, buscar agradar a todos, borrar las palabras incómodas del Evangelio con tal de mantener visibilidad y consenso. El peligro no es solo estadounidense, sino global: pensar que, para sobrevivir, la Iglesia debe convertirse en una ONG moral, una voz entre tantas en el coro del mundo. Pero León XIII ofrecía también una salida a este riesgo. Su solución no era el repliegue nostálgico, no era el cierre sectario, sino una sólida formación de los fieles, una vida sacramental auténtica, una comunión profunda con el magisterio y el papa, una capacidad de estar en el mundo sin ser del mundo. Para León XIII, la Iglesia debía ser capaz de afrontar los desafíos de la modernidad permaneciendo fiel a su identidad, encontrando los caminos para llevar el Evangelio a las “cosas nuevas” del tiempo sin desnaturalizarse.

Cuando el cardenal Robert Francis Prevost, ayer en la Capilla Sixtina, eligió el nombre pontificio de León XIV, parece querer decir que siente aún vigente aquella advertencia. No basta con provenir de América para traer algo nuevo: es necesario llevar consigo la conciencia de que la Iglesia universal no puede moldearse según los criterios políticos de una nación, por poderosa que sea. Hoy, aquellos “océanos lejanos” de los que hablaba León XIII ya no son marginales: América está en el centro, no en los confines. Pero precisamente por eso León XIV parece querer subrayar que el catolicismo no puede volverse americano, europeo, africano, asiático. Es católico, es decir, universal, es decir, radicado en Cristo.

Quizá León XIII nunca habría imaginado que algún día, más de un siglo después, un sucesor suyo llegaría precisamente de aquel mundo lejano que miraba con curiosidad y preocupación. Pero es probable que se alegraría al ver que ese papa lleva su nombre para relanzar la gran misión de la Iglesia: permanecer fiel a su identidad, atravesar los mares y océanos del mundo, sin perder jamás el rumbo.

“Soy un hijo de San Agustín, agustino, que dijo: ‘con vosotros soy cristiano y para vosotros obispo’. En este sentido podemos todos caminar juntos hacia aquella patria que Dios nos ha preparado.” León XIV

Marco Felipe Perfetti
Silere non possum