🇮🇹 Versione italiana

Ciudad del Vaticano – En estos primeros e intensos días del pontificado de León XIV, un gesto tan sencillo como elocuente ha llamado la atención del clero y de los fieles: el nuevo Papa ha rehusado, con la cortesía y delicadeza que lo caracterizan, la petición de tomarse selfies. Ocurrió con los periodistas y también con los representantes de las Iglesias Orientales, y en una época en la que todo parece reducirse a imagen, inmediatez y visibilidad, este rechazo suena como una poderosa invitación a la reflexión. En algunas ocasiones, el Pontífice ha señalado con sencillez que las cámaras ya presentes son más que suficientes; en otras, ha preferido que sea una tercera persona quien tome la foto, evitando así la dinámica autorreferencial del selfie.




No se trata del selfie en sí, sino de una invitación a reafirmar el sentido de lo sacro. El Papa, en la tradición católica, no es un personaje público cualquiera. Es el Vicario de Cristo en la tierra, como enseña el Concilio Vaticano I (1870), que en la Pastor Aeternus afirma la autoridad espiritual única del Papa como sucesor de San Pedro. Él no se representa a sí mismo, sino a una realidad trascendente, divina. En las últimas décadas se ha denunciado con frecuencia una progresiva desacralización del Papado. El gesto, en sí extraordinario, de la renuncia de Benedicto XVI ya había marcado un cambio de paradigma, abriendo el camino a una visión más funcional y menos sagrada del ministerio petrino. Pero fue sobre todo el pontificado de Francisco el que imprimió un giro radical: el Papado se transformó en una suerte de bien de exportación, también desde el punto de vista de la imagen pública. Baste pensar, por ejemplo, en los beneficios generados por el Dicasterio para la Comunicación o en la proliferación de figuras ambiguas —auténticos mercaderes de la fe— que merodeaban por Casa Santa Marta prometiendo apariciones papales, vídeos, mensajes «para compartir», llegando incluso al escenario de Sanremo. La imagen del Pontífice, en los últimos años, ha sido asimilada progresivamente a la de una figura mediática: sonriente en los talk‑shows, disponible para cualquier fotografía, protagonista involuntario de memes y contenidos virales. No faltaron situaciones embarazosas, en las que el Papa era captado con la sotana manchada, el cabello desordenado o en poses de evidente sufrimiento, a menudo totalmente inapropiadas. No sorprende que incluso Vatican  News haya seguido publicando, sin pudor alguno, vídeos en los que el Papa aparecía visiblemente fatigado, incluso después de su muerte.

Otra práctica que el Papa no aprecia es la inaugurada por Stanisław Jan Dziwisz, el llamado «intercambio de solideos». En más de una ocasión ya ha explicado que prefiere no hacerlo; a lo sumo bendice los que se le presentan. También detrás de este gesto hay una idea preocupante, sin olvidar que esos pedazos de tela se convierten luego en «reliquias» para exhibir en las casas de los diversos «jovencitos» que presumen de contactos y engañan a presbíteros.

¿El riesgo de esta deriva? Diluir la autoridad espiritual en una suerte de exposición permanente, donde la familiaridad se confunde con la banalización y el carisma se aplana en la lógica del espectáculo. El mismo Joseph Ratzinger, luego Benedicto XVI, en la Introducción al Cristianismo, advertía contra la tentación de reducir lo sacro al alcance de lo profano: «Donde Dios se vuelve demasiado accesible, deja de ser Dios», escribía con su habitual profundidad. A la luz de ello se comprende el significado de la elección, tan sencilla como elocuente, realizada por el Papa León XIV de no concederse a los selfies: un gesto profético, que se sitúa en continuidad con esas palabras y signos que, ya en estos primeros días de pontificado, nos están haciendo respirar un aire nuevo. Es una invitación a redescubrir el misterio, el silencio, la veneración —dimensiones que custodian la sacralidad y protegen el encuentro con Dios del riesgo de la banalización.

Un gesto emblemático de respeto hacia la misión del Pontífice es el beso del anillo del Pescador, antiguo signo de obediencia y devoción hacia quien guía a la Iglesia universal. Esta práctica, hoy casi desaparecida, fue abiertamente desaconsejada durante el pontificado de Francisco, olvidando que aquel gesto no se dirigía a la persona de Jorge Mario Bergoglio, sino al Sucesor de Pedro y al oficio que encarnaba. No se trata de idolatría ni de sumisión ciega, sino de un signo sacramental mediante el cual se honra el ministerio espiritual y no a la persona que lo ejerce. El profundo significado de este gesto hunde sus raíces en la Escritura —donde el anillo es símbolo de autoridad y misión (cf. Génesis 41,42; Ester 8,2)— y en la tradición de la Iglesia medieval, cuando el anillo del Papa servía también para sellar los documentos oficiales. Es un signo visible de una realidad invisible: la unión y la fidelidad a la Iglesia a través de su Pastor universal.

San Juan Pablo II recordaba que «el honor rendido al Papa jamás se dirige al hombre, sino a Cristo mismo que lo ha llamado a ser su representante». La desaparición de estos signos exteriores —el beso del anillo, inclinarse para la bendición, el tono solemne— suele corresponder con un debilitamiento de la conciencia de lo divino en lo cotidiano. Por ello, ha llegado el momento de preguntarnos: ¿hemos olvidado lo sacro? Y si es así, ¿cómo podemos reencontrarlo?

El pontificado de León XIV parece querer empezar precisamente aquí: en restablecer el sentido del límite entre lo humano y lo divino, entre lo visible y lo que debe permanecer misterio. «Desaparecer para que permanezca Cristo, hacerse pequeño para que Él sea conocido y glorificado, gastarse hasta el fondo para que a nadie le falte la oportunidad de conocerlo y amarlo», dijo León XIV en la Santa Misa con los cardenales.

Se trata de un testimonio contracorriente, tan necesario, a favor de un mundo sediento de espiritualidad auténtica. Con su gesto silencioso y gentil, León XIV nos llama a dirigir la mirada hacia Dios, a menudo olvidado en un mundo de flashes y estruendo.

d.I.A.
Silere non possum