Cuando pensamos en el monje, lo vemos ante todo en el coro, recogido en la oración: ahí se concentra el corazón de su jornada. Pero la imaginación también lo conduce a otros lugares, a los campos o a los talleres, ocupado en el trabajo. No por casualidad san Benito, en su Regla, advertía que «el ocio es enemigo del alma» y disponía que los monjes se dedicaran al trabajo en horas determinadas, reservando otras al silencio y al estudio de la Palabra de Dios.
La tradición occidental —a partir de la Regla de Benito— ha concebido el trabajo como un ritmo dentro de otro ritmo: entre oración, lectio y descanso, el esfuerzo de las manos y de la mente hace de bisagra, no de protagonista. Es remedio contra la otiositas, ejercicio de humildad, equilibrio del alma, siempre subordinado al opus Dei. La célebre fórmula ora et labora no aparece literalmente en la Regla, pero resume su equilibrio: alternar, medir y ordenar el tiempo al servicio de Dios.
En el trasfondo hay una tensión evangélica que los monjes tomaron muy en serio: «Mirad a los pájaros del cielo…», por un lado; y por otro: «El que no quiera trabajar, que tampoco coma». Agustín, en el De opere monachorum, desata el nudo sin atajos: primacía de la oración, sí; pero obligación del trabajo para todos, contra el ocio que corrompe y contra la tentación de vivir de las oblaciones. El trabajo es un medio honesto de sustento y disciplina del corazón, no un fardo penitencial añadido. También la Regla del Maestro insiste: concluidos los officia Dei, se dediquen a las opera corporalia. No para producir a cualquier precio, sino para ocupar las horas libres, frenar los pensamientos y educar los sentidos. La cadencia es concreta: turnos de tres horas, pequeños grupos (decadae, grupos de diez), un praepositus que supervisa, y la lectura en voz altaque acompaña el gesto. La oración no se suspende: fluye como un bajo continuo.
¿Y por qué trabaja el monje? Porque el trabajo lo mantiene despierto. No solo ante la realidad material —el huerto, el horno, los pequeños talleres—, sino también ante la interior. El gesto repetido, lejos de ser fuga, enraíza la oración en el cuerpo y custodia la humildad. No extraña que Benito reserve al trabajo un capítulo entero (RB 48) y lo considere parte del itinerario espiritual: una «ascesis moderada», practicable por principiantes y no por héroes, que impide tanto el activismo como el descompromiso.
Hay además una aclaración incómoda para nuestros estereotipos: la agricultura “pesada” no es la norma. Benito la contempla como eventualidad extraordinaria —pobreza del cenobio, necesidad del lugar— e incluso poco grata, porque puede quebrar la participación en el Oficio divino. «Si autem necessitas loci…», el monje va, pero no lo convierte en programa ordinario. La excepción confirma la regla: el trabajo no debe devorar la oración ni arrancar al monje del claustro.

¿Y el trabajo intelectual? Los monjes lo llamaron, sin romanticismos, trabajo manual. Copiar un códice significa doblar la espalda y los ojos; «tres dedos escriben, todo el cuerpo se fatiga», anotaba un copista. La transcripción nace como oficio que sostiene a la comunidad y solo después se convierte, para nosotros, en monumento cultural. La cultura monástica, que conquistará scriptoria y bibliotecas, madura desde esta disciplina concreta, desde el ritmo del cálamo antes que desde la abstracción de las ideas.
Luego la historia se complica. Entre los siglos X y XI se teoriza la distinción de los órdenes: oratores y laboratorestienen tareas distintas. En Cluny la aguja se desplaza decididamente hacia la liturgia: la oración se vuelve el trabajo, el cuerpo queda empeñado en el oficio como en una auténtica fatiga, y el estatuto de la comunidad tenderá a reducir la actividad manual hasta que Pedro el Venerable sienta la necesidad de restablecerla, al menos en parte, como dique contra el ocio. El centro de gravedad permanece único: el opus Dei. Pero la vida activa, aquí, coincide con la coralidad del oficio, no con la oficina (taller).
En el extremo opuesto, los cartujos. Si Cluny «interioriza» el trabajo en la liturgia, la Cartuja lo rarefacciona hasta la celda: la gestión de las tierras se confía a los conversos; al monje le queda la copiatura como única fatiga «externa», tres o cuatro horas en invierno, hasta ocho en verano, dentro de la soledad. Escribiendo, dicen, «puesto que no podemos con la voz, predicamos con las manos la Palabra de Dios». El gesto del amanuense se vuelve una forma de predicación silenciosa, capaz de superar el tiempo. Esta variedad no es incoherencia, es fidelidad a lo esencial. En todas partes —en la regla más cenobítica como en la experiencia más eremítica—, el trabajo permanece como medio para custodiar el primado de Dios y la calidad de la vida común. Cuando amenaza con disolver la unidad del día, se limita; cuando la comunidad cae en la inercia, se reintroduce. Así el trabajo salva a la oración de la evasión y la oración salva al trabajo de la idolatría de la eficiencia. Es el modo monástico de resolver la antigua dialéctica entre Marta y María.
Vale también una observación práctica, a menudo sepultada por la retórica: muchos monasterios no trabajaban directamente la gran campiña; administraban, arrendaban y supervisaban. No por pereza, sino para evitar que la gestión absorbiera la vida espiritual y la unidad del convento. Huerto sí, hacienda no: la medida no es solo virtud, es política del tiempo. Y, sin embargo, precisamente esta «política» generó figuras y soluciones distintas. El uso de conversos, las granjas cistercienses, las redes de saberes laicos en torno a los cenobios indican que el trabajo extendió el claustro más allá del muro, creando una reciprocidad funcional con el mundo: la oración como protección, la disciplina como garantía de confianza. Incluso cuando el monje no empuñaba el arado, el trabajo —administrativo, artesanal, escriturario— seguía siendo parte de su ascesis.
¿Qué significa, entonces, «trabajar» para un monje? No acumular, sino ordenar; no rendir, sino purificar; no ocuparel tiempo, sino consagrarlo. En el taller como en el scriptorium, el ejercicio repetido entrena la voluntad, vuelve obediente el cuerpo y ahuyenta las fantasías del ego. Es importante espiritualmente porque impide que la oración se convierta en sentimiento vago y que la vida común se deshaga en charlas; es importante prácticamente porque garantiza sobria autonomía y nos hace buenos administradores de los bienes recibidos. Mientras el trabajo siga siendo medio y no fin, el monje encuentra en él la misma palabra que canta en coro: un sí paciente y tenaz, día tras día.
Tal vez aquí haya una lección también para nosotros, ajenos al claustro pero no al desgaste. El monje no salva el mundo trabajando más, sino trabajando bien: con medida, con sentido, con una finalidad que supera el resultado. Eso es lo que hace del esfuerzo un lugar teológico, no un culto a la eficiencia. Y lo que permite, en cada época de la historia monástica, reconocer el hilo rojo bajo las diferencias: el trabajo como escuela de libertad, porque libera del ocio y de la ansiedad; y como escuela de fe, porque devuelve cada gesto a Aquel por quien vale la pena hacerlo.
p.A.S.
Silere non possum