Ciudad del Vaticano – Esta tarde, el Santo Padre León XIV se reunió con los Miembros del XVI Consejo Ordinario de la Secretaría General del Sínodo, ofreciendo una intervención breve pero densa durante los trabajos en curso. El Pontífice eligió intervenir no para dictar la línea, sino para ofrecer un punto esencial y luego escuchar.
«La sinodalidad es un estilo, una actitud que nos ayuda a ser Iglesia», dijo León XIV. «Promueve auténticas experiencias de participación y comunión.»
Con estas palabras, el Papa llamó la atención sobre la dimensión existencial y no meramente estructural del Sínodo, subrayando cómo la institución mantiene su fisionomía canónica pero hoy se enriquece con los frutos maduros del proceso sinodal abierto en años anteriores.
Cardenal Grech: «Las resistencias nos interpelan»
La jornada se había abierto con el discurso del Cardenal Mario Grech, Secretario General del Sínodo, quien dio oficialmente inicio a los trabajos. El purpurado habló de las impresiones recibidas durante el reciente Jubileo de los Obispos, durante el cual muchos pastores manifestaron su profunda gratitud por el camino sinodal y, en particular, por el Documento conclusivo de la Asamblea.
«Numerosas diócesis ya están implementando lo emergido en el Sínodo», dijo Grech. «Otras esperan con ansiedad las Notas explicativas para proceder con mayor claridad.»
Sin embargo, admitió el Cardenal, no faltan dificultades y resistencias. Existen reservas expresadas abiertamente por algunos, que a veces influyen negativamente en otros ambientes eclesiales. Frente a estos desafíos, el Consejo – afirmó – está llamado a una actitud de «escucha y discernimiento», y sobre todo a custodiar y relanzar no solo los contenidos del Documento final, sino todo el proceso sinodal.
Tres desafíos decisivos para el futuro
Grech indicó luego tres desafíos fundamentales para el futuro inmediato.
Verificación del proceso sinodal.
La primera fase del Sínodo, reconoció, puso en evidencia límites estructurales en el documento Episcopalis communio, especialmente en la relación entre Iglesias locales y la Iglesia universal. Sin embargo, partiendo justamente de esa base fue posible involucrar realmente al Pueblo de Dios y valorar el rol del obispo como principio de unidad.
Constitución de una Mesa de la Sinodalidad.
Para responder a la solicitud de profundización teológica, canónica y pastoral surgida de la Asamblea, se propuso establecer un «foro permanente» sobre la sinodalidad. Esta mesa estará acompañada por la Comisión Teológica Internacional y la Comisión Canonística, involucrando obispos y teólogos de reconocida competencia y amor por la forma sinodal de la Iglesia.
La formación como urgencia.
Por último, pero no menos importante, está la cuestión formativa. Grech subrayó que no basta elaborar textos y documentos: es necesario ayudar a las Iglesias a formar una mentalidad sinodal. En esta línea se sitúan las iniciativas apoyadas por la Secretaría del Sínodo – como el congreso ya celebrado en la Gregoriana o el que está previsto en Camaldoli – así como los itinerarios formativos promovidos con CRUIPRO, destinados a «hacer teología en forma sinodal».
El discernimiento como clave
Al concluir su saludo, León XIV confió a los participantes una tarea tan simple como exigente: custodiar, con sabiduría y apertura al Espíritu, la intuición de la sinodalidad como camino para una Iglesia más fiel al Evangelio.
«Todos nosotros hemos participado en el proceso sinodal», dijo. «Incluso, ustedes están aquí porque la Asamblea los reconoció como intérpretes creíbles de la sinodalidad.»
Un reconocimiento que es también un mandato: alimentar y acompañar un proceso que no se limita a documentos, sino que interpela la identidad misma de la Iglesia y su misión en el mundo.

El riesgo de actuar sectariamente
A la luz de las afirmaciones pronunciadas también hoy por el Cardenal Grech, es necesario detenerse en cómo algunas palabras-clave del lenguaje sinodal, como “discernimiento” y “formación”, se vacían con frecuencia de su significado auténtico. Términos que deberían evocar una Iglesia que se interroga, que escucha, que se deja interpelar, terminan — demasiado a menudo — por enmascarar una actitud de creciente arrogancia, una voluntad no de caminar juntos, sino de “reeducar” a quienes piensan diferente. No sinodalidad, por lo tanto, sino un método autoritario disfrazado de diálogo.
Hay un hecho que ha emergido con claridad en todos los encuentros sobre el Sínodo sobre la Sinodalidad, incluido el italiano, que en su última sesión registró un frenazo tan evidente como significativo: quien se atreve a expresar dudas, proponer caminos alternativos o simplemente señalar las incoherencias entre lo que se predica y lo que se practica, es sistemáticamente etiquetado como voz crítica a contener, o peor, a marginar. El mismo Grech, aunque sin decirlo abiertamente, insinuó esta dinámica en su intervención de esta mañana. Sin embargo, si realmente la Iglesia quiere ser sinodal, debe escuchar a todos — no solo a quienes confirman las decisiones ya tomadas, sino también (y sobre todo) a quienes se atreven a cuestionar el pensamiento dominante, quienes no se dejan fascinar por las soluciones ofrecidas por quienes hoy dirigen la Secretaría del Sínodo.
Hay además un aspecto nada marginal, pero que curiosamente se sigue ignorando en el debate público: la misma composición del Sínodo de los Obispos. La participación de miembros laicos con derecho a voto representa una verdadera ruptura respecto a la intuición de San Pablo VI, que pensó el Sínodo como instrumento de colegialidad episcopal, no como una asamblea híbrida donde el rol de los obispos se diluye y relativiza. Lo que se ha realizado en los últimos años — sobre todo bajo el pontificado de Francisco — no es una simple actualización, sino una transformación estructural y teológica radical, que merecería al menos ser discutida abiertamente, no aceptada en silencio como si fuera un dogma impuesto de facto.
Es lamentable constatar, además, cómo el propio Grech evita sistemáticamente dar voz a las críticas que emergen incluso dentro del episcopado. Y no se trata de malestares dispersos: son muchos los obispos que piden directrices no por pereza, sino porque denuncian la irrelevancia práctica de este camino sinodal. La razón es sencilla: en sus diócesis, los obispos más autoritarios siguen ignorando cualquier estilo sinodal, no lo practican con sus presbíteros — ni hablar con los laicos. Y la paradoja es que justamente esos laicos “escuchados” e “involucrados” son a menudo los mismos que comparten fielmente las ideas del ordinario, convirtiéndose en instrumentos para ratificar decisiones ya tomadas, o incluso para acallar el disenso del clero. «Lo decidimos en el sínodo», se escucha decir con frecuencia. En realidad, no se decidió nada. Además, varios preláti italianos (pero no solo) en los días en que se celebraba el Sínodo en el Vaticano hablaron de muchas críticas: ¿qué significa sinodalidad? ¿Quién decide al final?
Un obispo, en los días en que se celebraba el Sínodo en el Vaticano, dijo con franqueza: «El problema serio es este. Está bien hablar de confrontación, discernimiento, participación… pero al final, ¿quién decide? Hablamos de organismos sinodales, pero cuando llega el momento de responder — penal, disciplinaria o incluso solo ante la opinión pública — todos miran al obispo. Es él quien es blanco de ataques, es quien debe asumir la responsabilidad final.» Y continuó, planteando preguntas que muchos de sus hermanos comparten: «¿En qué ámbitos puedo decidir solo? ¿Cuándo debo consultarme? ¿Y en qué casos, incluso, el parecer de los laicos se vuelve vinculante?» Hoy, de hecho, muchos ni siquiera comprenden el fin de los organismos de participación y en algunas parroquias nadie quiere formar parte. Claro, en algunas parroquias no faltan personajes sedientos de poder y títulos, un poco como describe Andrea Tornielli en Chioggia, pero se trata de gente vieja, precisamente, que ofrece modelos de Iglesia vieja e ideológica.
Son interrogantes nada marginales, que numerosos preláti plantean con insistencia. Piden directrices, piden claridad, porque — simplemente — ya no se entiende qué se puede o debe hacer. Y luego, ¿cómo justificar estos cambios en la praxis? ¿Hubo un verdadero debate teológico, canónico, no ideológico, que los haya fundamentado? ¿Sobre qué textos y palabras del Señor se sancionó este cambio? ¿Dónde se desarrolló este debate que debería preceder transformaciones tan radicales? Son preguntas legítimas, y el hecho mismo de que todavía deban plantearse demuestra cuán frágil — y tal vez deliberadamente ambigua — es la cornisa en la que se mueve hoy la reflexión sinodal.
El laicado prepotente no se desanima
Pero hay otro aspecto aún más alarmante, que concierne al creciente poder de ciertos laicos dentro de las estructuras eclesiales. Un poder que se ha vuelto no solo invasivo, sino en muchos casos abiertamente arrogante. Ya existe una nueva clase dirigente laica eclesial que parece no ver en la Iglesia un lugar de servicio — ante todo al Papa, a la Iglesia, a Dios — sino una arena para ejercer un poder que no han logrado obtener en otros ámbitos.
En muchos casos se trata de personas frustradas, no realizadas en la sociedad civil, que han encontrado en la Iglesia un lugar donde sobresalir, controlar, mandar. Y es curioso (o quizás trágico) que tras décadas de acusar a seminaristas y jóvenes sacerdotes de buscar “poder” y “visibilidad”, hoy haya sesentayochistas dispuestos a dar espacio y legitimación justamente a figuras laicas aún más prepotentes, las cuales — fuertes de la “nombramiento” recibido — actúan como intocables, y cuidado quien las cuestiona.
Estamos asistiendo a una inversión preocupante: ya no una Iglesia jerárquica al servicio del Pueblo de Dios que toma su poder de su Señor, sino un sistema fluido donde el poder se desplaza y concentra en manos nuevas, pero para nada más evangélicas. Se habla de poder humano, sin ninguna base sacramental. La sinodalidad corre así el riesgo de convertirse en el paraván ideal para una nueva forma de clericalismo, mucho más peligrosa porque está disfrazada de participación.
d.S.A.
Silere non possum