En los últimos veinte años, la Iglesia católica ha atravesado un lento y arduo proceso de reconocimiento, toma de conciencia y reforma respecto a los abusos sexuales perpetrados por miembros del clero. Un paso inevitable, necesario, irreversible. Pero una pregunta, demasiadas veces silenciada por miedo a parecer condescendiente o negacionista, vuelve hoy con fuerza a interpelar la conciencia eclesial: ¿qué ocurre cuando un sacerdote es acusado falsamente? ¿Quién protege su buena fama, su vocación, su libertad?
Un documento que rompe el silencio
El 25 de junio de 2025, la Association of United States Catholic Priests (AUSCP) publicó un documento titulado “Moving Toward Restoring Justice for Priests”, dirigido a la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos. No se trata de una defensa corporativa ni de un negacionismo encubierto: es, más bien, una reflexión equilibrada sobre el derecho a la defensa de los sacerdotes, a menudo pisoteado por prácticas de gestión de denuncias que no respetan ni el derecho canónico ni el sentido común.
El documento denuncia una realidad preocupante: entre el 80% y el 90% de las acusaciones recibidas cada año no se consideran fundadas o no pueden ser verificadas. A pesar de ello, muchos sacerdotes son suspendidos, expuestos al descrédito público, privados del ministerio y de la reputación incluso solo por haber sido mencionados en una denuncia. Sin pruebas, sin investigaciones, muchas veces sin posibilidad real de defenderse.
El derecho a la buena fama no es un privilegio
La Iglesia ha incorporado, en el derecho canónico actualizado en 2021, algunos principios fundamentales de justicia:
la presunción de inocencia (can. 1321),
la obligación de los obispos de abrir investigaciones serias y no arbitrarias (can. 1341),
la definición de plazos concretos para concluir los procesos (can. 1362),
la aplicación retroactiva de normas favorables al acusado (can. 1313),
el derecho a la buena reputación (can. 220).
Y sin embargo, en la práctica, no es raro que los nombres de los acusados se publiquen incluso antes de abrir una verdadera investigación, en violación del mismo magisterio papal, que pide explícitamente evitar este tipo de exposición prematura y potencialmente injusta. Esto, en Italia, ocurre también a manos de asociaciones de “víctimas de abusos” que actúan por venganza, más que por justicia, y que tienen sitios web donde publican nombres y apellidos de presbíteros que son acusados pero, a menudo, absueltos.
Las acusaciones instrumentales: una llaga que existe
No se trata de negar la enormidad del drama vivido por las víctimas. Pero también es cierto que, hoy, algunas acusaciones se utilizan como instrumentos de venganza personal, represalia psicológica o incluso chantaje económico. Es un fenómeno minoritario, sí, pero no por ello menos destructivo. Como recuerda el documento, los padres de las víctimas han tenido fuerza y voz para obtener justicia. Los sacerdotes, a menudo, no. No pueden interponer demandas civiles. No pueden oponerse eficazmente a las decisiones de los obispos. Se les deja solos, suspendidos en una zona gris que aniquila lentamente su vida.
¿El resultado? Sacerdotes inocentes expuestos al escarnio público, mientras que los autores de falsas acusacionesquedan impunes. Y la comunidad eclesial, que debería ser maestra de justicia, acaba traicionando a sus hijos más fieles.
Hacia una nueva justicia eclesial
La propuesta de la AUSCP es clara: ninguna suspensión pública antes de la investigación, ninguna publicación de nombres, ningún alejamiento definitivo sin pruebas concretas.
Las investigaciones deben ser rápidas, profesionales, preferiblemente encomendadas a investigadores civiles o expertos externos, y respetuosas de la dignidad de todas las partes implicadas. Esto no es un paso atrás en la lucha contra los abusos. Es, más bien, un paso adelante hacia una justicia madura, adulta, creíble. Porque una Iglesia que solo defiende a las víctimas pero condena a los inocentes no es una Iglesia justa. Es una Iglesia incompleta.
En tiempos de transparencia y rendición de cuentas, es fundamental preservar la confianza recíproca entre clero, laicos y jerarquía. Eso no ocurrirá mientras los sacerdotes teman que una acusación —incluso falsa— pueda destruir irremediablemente su vida. La justicia solo lo es si vale para todos: para las víctimas, por supuesto, pero también para los acusados. Y si la Iglesia no sabe mantener unidos estos dos rostros de la verdad, acabará por perder ambos.
p.E.A.
Silere non possum