Roma - En la primera parte de esta investigación hemos puesto el foco en el corazón teológico de don Julián Carrón: el diagnóstico de un tiempo marcado por la «confusión» y la «disminución del deseo», la insistencia en el sentido religioso como estructura elemental del yo y en la fe sometida constantemente a la verificación de la experiencia, para que no se convierta en ideología o moralismo. En esta segunda etapa profundizamos en cómo ese planteamiento se traduce, con los años, en algunas opciones concretas de Comunión y Liberación (CL): la relación con la política, el caso Englaro, los escándalos vinculados a los abusos y el derrumbe del «sistema Formigoni». Son momentos en los que Carrón intenta – no sin resistencias internas – desligar el movimiento de la lógica de los colateralismos y tender la mano a quien sufre, colocando de nuevo en el centro no los «valores no negociables», sino «lo que tenemos más querido»: la fe que se mide con la vida.
Frente a un activismo de CL que, en los años posteriores al 11 de septiembre, se había vuelto cada vez más colateral a las batallas éticas de la derecha, con vínculos evidentes con figuras como Giuliano Ferrara y Marcello Pera, don Julián Carrón, presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación, en 2008 recuerda al movimiento la raíz del método giussaniano: no son los «valores cristianos» el problema, defendidos por lo demás también por muchos laicos devotos, sino la verificación de la fe en la vida. Es la misma línea que, años después, en La bellezza disarmata, Carrón expresará insistiendo en la necesidad de que la fe pase «por el tribunal de la experiencia» y de que un «sentido religioso vivo» represente una verificación permanente de la propia fe. En este marco, las intervenciones públicas de los primeros años dos mil se convierten en una especie de «laboratorio» en el que el sucesor de Giussani trata de corregir la ruta de un movimiento percibido, también desde fuera, como el brazo religioso de cierta centroderecha.

CL y la política
El primer punto de inflexión es la política. En 2008, de cara a las elecciones, CL difunde el texto «Elezioni 2008 – Ciò che abbiamo di più caro». El planteamiento es claro: cada llamada a las urnas es, ante todo, una provocación a la conciencia cristiana, una ocasión para verificar «a qué nos aferramos realmente» y desenmascarar la ambigüedad que puede infiltrarse en cualquier acción. Las elecciones se describen como «una ocasión educativa única», no como el terreno decisivo en el que se juega la salvación.
Carrón subraya que a la política no se le pide la salvación: la tradición de la Iglesia ofrece dos criterios – la libertas Ecclesiae y el bien común – para juzgar todo proyecto político y toda autoridad civil. La preferencia va a quien defiende un Estado que favorezca la libertad, el bien, la vida, la familia, la libertad de educar y de construir obras según el principio de subsidiariedad, con la invitación explícita a «no dispersar el voto» y a mirar a «algunos amigos» ya comprometidos en este sentido. El texto permanece anclado en referencias tradicionales – defensa de la vida, papel público de la fe –, pero desplaza el centro de gravedad: no se trata de «ganar», sino de ver si y cómo la fe es pertinente para la vida, también en el gesto político.
Se trata de un pasaje de transición: por un lado, CL sigue indicando una orientación precisa; por otro, Carrón comienza a desactivar la pretensión de identificar el movimiento con un bando y de transformar el consenso de los ciellini en un bloque de poder electoral.
Un año después, en 2009, la prueba se desplaza al terreno más explosivo de las cuestiones éticas: el caso Eluana Englaro, la joven italiana implicada en un grave accidente de tráfico el 18 de enero de 1992, que vivió en estado vegetativo durante 17 años y sobre cuya situación se discutía la posibilidad de recurrir a la interrupción de la alimentación artificial. En el debate polarizado sobre eutanasia, «valores no negociables» y choque entre frentes opuestos, CL publica un folleto con un título provocador y desarmado: «Haría falta una caricia del Nazareno».
El texto parte de una frase de Enzo Jannacci – «La existencia es un espacio que nos han regalado y que debemos llenar de sentido, siempre y en cualquier caso» – y la invierte en forma de pregunta: ¿una vida como la de Eluana «se puede llenar de sentido»? ¿Tiene todavía significado? La muerte de la joven no cierra las preguntas, sino que las vuelve más radicales: ¿qué ha hecho cada uno para llenar de sentido su propia vida? ¿Qué contribución ha dado a quien estaba más directamente afectado, «empezando por su padre»?
El folleto desenmascara el riesgo de permanecer prisioneros de una razón reducida a su propia medida, incapaz de sostener el embate de un sufrimiento que excede nuestros parámetros. Son las mismas preguntas que Silere non possum ha planteado, hace pocos días, cuando estalló el caso de las «Gemelas Kessler». En la Iglesia, sin embargo, hoy como en 2009, siguen existiendo realidades que, incluso ante el dolor, se niegan a dejarse interpelar y se muestran capaces solamente de «absolver» o «condenar», como si este fuera el cometido que se nos ha confiado. De ahí la necesidad de cambiar ante todo la mirada: indicar un camino justo no significa tener que condenar, atacar y golpear a todos aquellos que no quieren o no pueden seguirlo. Es la misma actitud de Francisco de Asís: anunciaba la pobreza, sobre todo la vivía en primera persona, pero no se dedicaba a criticar, difamar, calumniar, atacar o deslegitimar a quienes no la compartían. No tenía tiempo para ello.
Carrón recordaba que, sin una presencia que muestre cómo incluso una vida tan herida puede vivirse como plena de sentido, avanza el «sospecho de que en el fondo todo es nada». Ante el dolor, ni siquiera Cristo se ve libre del desconcierto; la diferencia no es una superioridad moral, sino su vínculo con el Padre, que vence el sospecho de una existencia fracasada. El texto citaba a Benedicto XVI (Spe salvi 26) sobre el amor incondicional de Dios como única verdadera redención y llegaba a indicar la presencia de Cristo como el único hecho capaz de dar sentido al dolor y a la injusticia, a través del rostro de quienes testimonian que «la vida vale más que la enfermedad y la muerte»: las monjasque cuidaron de Eluana durante años, esa «caricia del Nazareno» de la que, dice Jannacci, todos necesitaríamos. Aquí la elección de Carrón es clara: no transformar el caso Englaro en una bandera identitaria, sino en una pregunta radical sobre el sentido de la vida y sobre la compañía cristiana ofrecida a quien sufre, empezando por el padre de Eluana. Es un gesto de tierna proximidad, no de enfrentamiento en la plaza.
El escándalo de los abusos en la Iglesia
En 2010, ante la «dolorosísima situación» de la pedofilia en la Iglesia, Carrón interviene con una larga carta a un diario nacional italiano. La primera palabra es desconcierto: no solo por la gravedad de los hechos, sino por la incapacidad de cualquier respuesta – exigencias de responsabilidad, reconocimiento del mal, reproche por los errores de gestión – para colmar la sed de justicia que brota del corazón.
La pregunta decisiva se formula en latín: «Quid animo satis?». ¿Qué puede bastar al corazón del hombre? La justicia que deseamos no tiene límites, es proporcional a la profundidad de la herida; por eso, incluso después de condenas, arrepentimiento y penitencia, «nada basta» a las víctimas. Del mismo modo, los autores de los abusos se encuentran ante un desafío imposible de resolver con las solas fuerzas humanas: nada es suficiente para reparar el mal causado.
Carrón denuncia el riesgo de un «asesinato de lo humano»: para seguir gritando una justicia «a nuestra medida», se acaba sofocando la voz del corazón, olvidando a las víctimas y abandonándolas en su drama. En este contexto, subraya que Benedicto XVI ha sido el único en no reducir la exigencia de justicia: por un lado, ha reconocido sin vacilaciones la gravedad del mal, ha exhortado a asumir responsabilidades, ha denunciado la mala gestión por temor al escándalo y ha tomado medidas; por otro, ha admitido que todo esto «no es suficiente» para resarcir el daño.
El camino indicado es el de una apelación radical a Cristo, «víctima de injusticia y de pecado», que sigue llevando las heridas de su padecimiento injusto y comprende en profundidad el dolor de las víctimas. Apelar a Cristo no es un subterfugio para evitar la justicia, sino la única manera de salvar su exigencia infinita, evitando el atajo de separar a Cristo de una Iglesia «demasiado sucia» como para llevarlo. La misericordia se convierte así en el único espacio en el que la sed de justicia puede no ser traicionada. También aquí, Carrón se muestra coherente y, en lugar de transformar los escándalos en una defensa de oficio o en una pura denuncia moralista, lo devuelve todo a la pregunta sobre el acontecimiento cristiano y sobre la capacidad de Cristo de responder a la injusticia sin censurar su gravedad.
Lombardía: el escándalo Formigoni y de nuevo la política
Un episodio ulterior que lleva a una parte politizada de CL a mirar con sospecha a Carrón tiene lugar en 2012, con ocasión de las elecciones regionales en Lombardía y del derrumbe del sistema construido en torno a Roberto Formigoni, arrasado por investigaciones y escándalos judiciales. En una nueva carta, publicada en un diario nacional, Carrón confiesa haber sido invadido por un «dolor indecible» al ver CL identificada con el atractivo del poder, del dinero, de «estilos de vida» alejados años luz de la experiencia originaria del movimiento.
Aunque reitera que CL es ajena a cualquier malversación y nunca ha construido un «sistema de poder», Carrón reconoce que «algún pretexto debemos de haber dado». No bastan las críticas a los métodos con los que se difunden las noticias, a menudo a costa de vulnerar las garantías constitucionales: la cuestión es más profunda. El encuentro con don Giussani ha significado descubrir el cristianismo como realidad «atractiva y deseable»; precisamente por eso es una «gran humillación» constatar que, en algunos, no ha bastado el encanto del comienzo para liberarles de la tentación de un éxito puramente humano.
Carrón habla explícitamente de superficialidad y «falta de sequela» (seguimiento), pide perdón por el daño causado a la memoria del fundador, confía a los jueces la verificación de eventuales delitos, pero invita a todos a mirar también al bien común generado en tantos ámbitos. Evoca la figura de Giussani como hombre «rebosante de Cristo», explica que ningún error puede borrar la «pasión por Cristo» inoculada por el encuentro con su carisma y recuerda la necesidad de una purificación: volver a la conversión a Aquel que les ha fascinado.
El nudo es la comprensión de la presencia cristiana: «presencia» no es sinónimo de poder o hegemonía, sino de testimonio, de una diversidad humana que nace del «poder de Cristo» para responder a las exigencias del corazón. Lo que cambia la historia es aquello que cambia el corazón del hombre; todo lo demás es superestructura. Carrón concluye indicando un camino aún largo, que recorrer en la alegría de poder recomenzar, verificando la fe en la experiencia cotidiana, como había enseñado Giussani. Es el momento en el que, como ha señalado el periodista Ascione, la «revolución Carrón» dice con mayor claridad: basta de colateralismos, no a los Family Day transformados en plazas de alineamiento, stop al uso del movimiento como reserva de votos para un determinado bloque político. Justo aquí se sitúa el verdadero primer momento de ruptura con el mundo de la política: ese mismo mundo que, con los años, había aprendido a servirse – y hoy querría volver a hacerlo – del voto del pueblo de CL para sostener corrientes y equilibrios de poder. Paralelamente, dentro del movimiento tiene lugar un paso interno nada secundario: Giancarlo Cesana deja toda responsabilidad directa en CL y, en su lugar, emerge la figura del joven Davide Prosperi, hasta entonces encargado de seguir el movimiento en Europa – con la única excepción de Italia. Es la imagen de un movimiento colocado ante una encrucijada: o aceptar hasta el fondo la «belleza desarmada» de una fe que renuncia a las armas del poder, o bien volver a la zona de confort de un colateralismo político que garantiza influencia pero traiciona el origen.

Fieles al fundador
Para comprender qué está realmente en juego en la ruptura con el colateralismo político, es necesario dar un paso atrás y volver a don Luigi Giussani. Ya en los años setenta, en el diálogo con Robi Ronza, el fundador de Comunión y Liberación identifica lo que llamará el «error del 48»: haber delegado «en la práctica irrevocablemente» a la Democracia Cristiana la gestión de la presencia política de los católicos, sentando así las premisas del posterior desmoronamiento político y moral del partido. De ahí la elección de una «distancia crítica irrevocable» entre CL, por un lado, y los amigos comprometidos en el Movimiento Popular y en la DC, por otro. En esas mismas páginas Giussani insiste en un punto que será decisivo también para la etapa carroniana: el primer nivel de incidencia política de una comunidad cristiana es su propia existencia, a condición de que se trate de una comunidad auténtica, capaz de generar libertad y responsabilidad. La comunidad cristiana no pide privilegios, sino libertad para sí y para todos; por eso, si es verdadera, se convierte en garantía de una «democracia sustancial».
Cuando el compromiso se hace directamente político, sin embargo, ya no es la comunidad la que se compromete, sino las personas individuales, que actúan «bajo responsabilidad propia», aun habiendo sido educadas dentro del movimiento. CL, concluye Giussani, «no ha dado ningún mandato» a sus militantes comprometidos en política: llamarlos «candidatos de CL» o «concejales de CL» es una confusión de planos que él juzga «incorrecta» y «desleal».
Este planteamiento – CL como «experiencia eclesial, lugar de educación y de práctica de la fe», no como fuerza política – es el trasfondo sobre el que se injerta, décadas después, la lectura de don Julián Carrón. Cuando, tras los escándalos lombardos y el caso Formigoni, el movimiento queda de hecho identificado con un «sistema de poder» y con el bloque de la centroderecha, don Carrón vuelve precisamente a aquellas páginas: allí encuentra un criterio para juzgar el presente, es decir, la necesidad de custodiar una distancia crítica estructural respecto de los partidos y de evitar que la comunidad cristiana se transforme en una corriente organizada al servicio de cualquier bando.
La elección no es solo estratégica, sino profundamente teológica. En La bellezza disarmata, Carrón recupera un texto profético de Giussani sobre la «batalla entre la religiosidad auténtica y el poder»: el verdadero peligro, señala el fundador, no es ante todo la destrucción física, sino el intento del poder – civil, político, incluso eclesiástico – de «destruir lo humano», reduciendo la libertad y la relación con el Infinito. El límite de todo poder es precisamente la religiosidad verdadera, es decir, un yo vivo, despertado en su deseo. De ahí la insistencia de Carrón en que el cristianismo, para ser creíble, debe someterse al «tribunal de la experiencia»: solo si la relación con Cristo genera un «despertar de lo humano» en todas sus dimensiones – razón, libertad, afecto, deseo – el anuncio cristiano se muestra a la altura de la necesidad del hombre.
Dialogando con Charles Taylor y Rowan Williams, Carrón reconoce además que ya no vivimos en la cristiandad, sino en una verdadera «edad secular», en la que ya no existe una correlación automática entre pertenencia civil y pertenencia eclesial. La secularización no se lee como mera catástrofe, sino como oportunidad e incluso como «vocación»: un tiempo en el que el hombre, herido y desorientado, permanece sin embargo irreductiblemente deseante, sediento de una plenitud capaz de colmar su necesidad de significado. En este contexto, la fe ya no puede sostenerse sobre garantías externas, privilegios políticos o un sistema de normas. Debe mostrarse por lo que es: no «un conjunto de reglas incapaces de responder a la sed» del hombre, sino el encuentro con una realidad excepcional, histórica, presente, que cambia la manera de mirar todo. El cristianismo, escribe Carrón en Abitare il nostro tempo, es un acontecimiento que permite habitar la incertidumbre «sin miedo», no porque elimine la crisis, sino porque introduce en la crisis una presencia que llena de sentido la vida.
A la luz de esta genealogía, la toma de distancia de los colateralismos y del uso del «voto ciellino» como masa de maniobra no es una corrección táctica, sino la consecuencia de un juicio de fe: la presencia cristiana en la historia solo puede ser significativa si sigue siendo signo de una humanidad diferente – verificable en la experiencia – y no se deja reducir a engranaje de gestión del poder. Es dentro de este horizonte donde deben leerse, en el relato de lo sucedido en los últimos años expuesto más arriba, el folleto sobre Englaro, la carta sobre los abusos y el mea culpa sobre el «sistema Formigoni».
M.P. e p.E.V.
Silere non possum