En los últimos días ha circulado un video que muestra a un párroco de la arquidiócesis de Milán mientras, al término de la Santa Misa, ridiculiza públicamente a un grupo de fieles que viajaron a Roma para participar en celebraciones litúrgicas según el Misal Romano promulgado por san Juan XXIII en 1962 en la Basílica de San Pedro.
El hecho, ya grave en sí, resulta aún más inquietante por el contexto: la celebración eucarística, el lugar donde la Iglesia se reconoce como un solo cuerpo. Y, sin embargo, precisamente allí — en el altar de la comunión — se alzó la voz de la división. Una vez más, asistimos a una instrumentalización de la liturgia, convertida en campo de batalla y en motivo de escándalo incluso para los fieles. Hubo un tiempo en que tensiones semejantes quedaban confinadas en salones clericales, asfixiantes y autorreferenciales; hoy, en cambio, se arrastran dentro de la comunidad eclesial, como si alguien quisiera reclutar un ejército para sus guerras personales.
Este episodio va mucho más allá de una simple ligereza: revela una herida profunda en la cultura eclesial contemporánea, esa que empuja a algunos a usar la ironía como escudo, la liturgia como escenario y la palabra como instrumento de poder. Es una dinámica antigua, presente tanto en el modernismo como en el tradicionalismo, pero que hoy ha asumido formas exacerbadas, saliendo de los recintos clericales para contagiar también al Pueblo de Dios, arrastrado dentro de lógicas de mofa y confrontación que deberían permanecer lejos del misterio de la fe.
El juego de los papeles: quién hiere y quién se refugia
No sorprende que quien pronuncia semejantes chascarrillos sea, a menudo, el mismo que, en parroquia, alimenta divisiones, genera un clima tenso y hace difícil la vida de quien no se conforma con su pensamiento.
Muchas veces, estas actitudes se acompañan del hábito de acoger figuras problemáticas o polemistas, personas conocidas por su suficiencia o por historias de inestabilidad ya aparecidas en otros lugares — religiosos alejados de los conventos (y antes aún de los seminarios), ahora “rehabilitados” en alguna parroquia milanesa lejos de casa, donde enseñan religión según el viejo esquema: te echo por la puerta y te hago entrar por la ventana.
Detrás de la máscara del fervor pastoral se esconden con frecuencia personalidades frágiles y necesitadas de control. Desde un punto de vista psicológico, la ironía pública usada para empequeñecer al otro es una defensa narcisista: sirve para mantener el centro de la escena, mostrarse superior, conseguir aplausos, evitando mirar hacia dentro. Como diría Erik Erikson, es un “mecanismo regresivo de identidad”: la burla del otro como medio para consolidar una imagen tambaleante.

La sacralidad profanada
La Sacrosanctum Concilium recuerda que la liturgia es “acción sagrada por excelencia”, corazón palpitante de la comunión eclesial. Convertirla en espacio de escarnio significa profanar aquello que une, reduciendo el misterio a una mera representación. No es, sin embargo, menos grave la actitud de quien se presenta a las celebracionesvistiendo ornamentos que no le corresponden, o de quien pasa el tiempo juzgando al sacerdote por cómo celebra, por lo que dice o incluso por cómo se viste.
Y no falta quien llega a Roma luciendo dos roquetes como señal de distinción, como si la liturgia fuese un escenario donde exhibirse, y no el lugar silencioso en el que Dios se hace presente.
La liturgia no puede convertirse en el refugio de identidades no resueltas o de vanidades clericales: si no lo comprendemos, será el propio pueblo — cansado de estas caricaturas de lo sagrado — quien nos lo recuerde, y no con buenas maneras. San Juan Crisóstomo advertía: “Quien se burla de un hermano ofende al mismo Cristo.” Y san Agustín añadía: “No te burles del que cae, porque podrías caer peor que él.” Detrás del chiste amargo de un sacerdote se oculta, por tanto, un gesto anti litúrgico, porque la Eucaristía nace de la humildad, no de la mofa.
El Santo Padre, en repetidas ocasiones, ha denunciado “la violencia verbal en la Iglesia”, definiéndola como pecado contra la comunión. Es el lenguaje de quien usa la palabra no para anunciar, sino para herir; y cuando esto sucededurante la Santa Misa, la herida no toca solo a quien escucha, sino al Cuerpo mismo de Cristo.
El escándalo de los sencillos
El pueblo de Dios, a menudo ajeno a las dinámicas clericales, percibe solo el resultado: el escándalo. Como enseña el Catecismo (n. 2284), el escándalo es un comportamiento que induce a otros al mal. Hoy el mal adopta con frecuencia la forma de la indiferencia: el fiel que se aleja, herido por el cinismo de laicos comprometidos y, a veces, también de clérigos, o que deja de creer en la bondad de quien predica.
La sonrisa irónica del sacerdote se convierte así en una brecha en el corazón de la Iglesia, un signo de desamor que aleja en vez de convertir.
La raíz psicológica: miedo al contraste e envidia espiritual
Muchos comportamientos de burla nacen de una envidia enmascarada. En el mundo eclesial, no se trata de bienes materiales, sino de la gracia que el otro irradia. Se ridiculiza a quien reza de otra manera, a quien atrae a las personas, a quien muestra entusiasmo. Detrás de esa ironía se esconde la necesidad de devaluar lo que no se posee, un síntoma de fragilidad afectiva no reconocida que, reprimida, reaparece en forma de sarcasmo y superioridad. El resultado es una Iglesia que se ríe de sí misma, sin percatarse de que llora.

La deriva del lenguaje y la arrogancia de los intelectuales
A la misma lógica pertenece un fenómeno igualmente inquietante: la incapacidad de confrontar argumentos, sustituyendo la razón por el insulto.
Es la deriva de ciertos ámbitos académicos y eclesiales donde, en lugar de debatir, se agrede — y esto sucede tanto en el campo litúrgico como en debates más amplios. También aquí, la fractura no sigue etiquetas: modernistas y tradicionalistas se reflejan en la misma debilidad. Cuando se pierde la capacidad de argumentar o de ponerse en cuestión, aparecen la insinuación, la calumnia, el intento de deslegitimar. Si un periódico publica una investigación: “Eh, son amigos de tal prelado, quién sabe…”. Si se ponen de relieve dinámicas enfermas: “Eh, ¿quién los informó? ¿De dónde habrán sacado los documentos?”. Si se intenta explicar la complejidad de un asunto sin reducirlo a bandos: “Eh, en el fondo quieren colarnos sabe Dios qué teoría…”. Incapaces de soportar el peso de lo que se dice, se desvía la atención hacia el otro. Este es el clima al que, tristemente, nos hemos acostumbrado en la Iglesia católica: un lugar donde la palabra ya no ilumina, sino que divide; donde el argumento cede paso a la sospecha. Por eso seguimos empantanados en nuestras arenas movedizas, incapaces de construir un pensamiento libre y adulto. Por eso los jóvenes se alejan, cansados de un lenguaje hecho de acusaciones y no de ideas.
Y por eso, entre nuestras filas, ya no nacen verdaderos pensadores, sino solo facciones en busca de enemigos. Y aquellos que alardean de títulos, es decir, esos profesores que pasan sus días en redes sociales más que en libros, son los primeros en confundir el debate con la denigración. En las últimas horas, Andrea Grillo ha insultado a Massimo Franco por haber escrito un artículo sobre el evento de los tradicionalistas en Roma. En vez de responder al fondo y ampliar el debate, Grillo se ha abandonado al desprecio: “Una página entera del Corriere llena de mentiras. Pero el periodista, intoxicado por la droga de los salones, cae en la trampa de una periodista más lista que él, pero igual de poco preparada... Massimo Franco sabe de liturgia como Bruno Vespa de tenis.” Un lenguaje que no pertenece a quien busca la verdad, sino a quien está ya ciego por el odio y la ideología. Al fin y al cabo, en materia de liturgia, nadie entiende nada — salvo él, el experto autoproclamado. ¿Y los obispos? Sigueninvitándolo: porque si difundes rencor desde el lado “correcto”, entonces eres bien recibido; pero si, en cambio, invitas a pensar, a reflexionar con libertad y mesura, te vuelves incómodo. Lo mismo sucede con Alberto Melloni, desde hace tiempo acostumbrado a hablar con una violencia y una arrogancia verbal preocupantes. Refiriéndose a una categoría de personas por él criticada, tuvo el atrevimiento de escribir: “¿En los ventiladores el estiércol huele bien?”. Palabras que no requieren comentario.
Ellas solas desvelan la deriva de quien, pese a haberse arrogado la tarea de formar conciencias y guiar el pensamiento, ha perdido la mesura y la caridad. Cuando el encuentro intelectual degenera en insulto, ya no estamos ante una diversidad de opiniones, sino ante un fracaso humano y espiritual.
Por una purificación del lenguaje eclesial
Quizá hoy la verdadera reforma de la Iglesia no pase tanto por documentos o ritos, cuanto por la manera en que hablamos: de Dios y entre nosotros. Cada vez que la palabra se convierte en mofa, la gracia se retira. Cada vez que un sacerdote se ríe de sus confratres o de los fieles, o un teólogo vilipendia a un colega, la caridad muere un poco. Solo quien aprende a callar ante el misterio puede hablar de verdad.
Y quizá, ante un altar o una cátedra usados para burlarse, la respuesta más cristiana no sea replicar, sino ponerse de rodillas — y pedir perdón, también por quien ya no sabe lo que hace.
d.A.S.
Silere non possum