Hay un punto en el que la justicia, en lugar de proteger, se convierte en un instrumento de opresión. No lo afirma un sociólogo desencantado ni un anticlerical obstinado: se percibe ya dentro de la misma vida eclesial, donde el sistema jurídico aparece cada vez menos fiable, cada vez más comprometido. Un restaurante discreto, encajado entre los callejones junto a las murallas leoninas. Las lámparas bajas proyectan largas sombras sobre las copas de vino, mientras las pocas mesas ocupadas resuenan con las voces alegres de turistas entusiastas. Roma parece suspendida: la ciudad contiene la respiración bajo la superficie del bullicio. En nuestra mesa se sientan un fraile dominico, un obispo anciano y un joven cardenal. Nos hemos reunido para una cena rápida antes de una conferencia. Sin embargo, el tono de sus palabras revela un peso que nada tiene de convivencial.
«Hemos dedicado tantos años a los estudios, ¿para qué motivo?», rompe el silencio el obispo, mientras apenas mueve el tenedor. «Hoy en la Iglesia no sirve estudiar el derecho. Ojalá un Papa canonista ponga mano a esta deriva. Pero quizá nos damos cuenta solo ahora de lo poco oportuno que fue en el pasado nombrar obispos sin competencia jurídica». La justicia canónica –que debería garantizar transparencia, tutela, imparcialidad– se ejerce a menudo de manera arbitraria, selectiva, casi caprichosa. Ya no se trata de casos aislados: es una tendencia sistémica, que mina la credibilidad de la Iglesia en su misma pretensión de ser custodia de la verdad y de la justicia.
En los últimos años se han multiplicado los casos de condenas pronunciadas sin un verdadero proceso, de procedimientos sin pruebas concretas, de decretos punitivos emitidos en total desprecio del itinerario canónico previsto. Sacerdotes obedientes, a menudo frágiles, son suspendidos o marginados sin haber tenido siquiera la posibilidad de defenderse. Mientras tanto, otros permanecen inexplicablemente impunes, aun habiendo escandalizado desde hace tiempo a los fieles: hay quien insulta públicamente, quien frecuenta platós televisivos transformándose en gritón de tertulias, quien adopta un lenguaje vulgar y soez, quien escribe en redes sociales afirmaciones que claman venganza ante Dios, desacreditando a la misma Iglesia. Algunos de estos sacerdotes han recibido incluso condenas en los tribunales de la justicia civil y penal, sin que ello haya afectado en lo más mínimo a sus obispos, ocupados en pelear con la sociedad civil y en hacer huir a la mitad del presbiterio de las diócesis a las que fueron lamentablemente enviados.
Surge espontánea una pregunta: ¿por qué esta disparidad de trato? ¿Por qué se golpea con severidad a quien no tiene poder, apoyos ni hace ruido, mientras se deja libre a quien usa el púlpito mediático para ofender, difundir fake news, división, para desacreditar a sus hermanos y al mismo Papa? ¿Será quizá porque estos personajes tienen en sus manos a sus obispos, chantajeándolos con dossiers o amenazas? ¿O más bien porque el episcopado, en demasiados casos, elige el camino más fácil: mostrarse fuerte con los débiles y débil con los fuertes?
Génova: Padre Paolo Farinella
En estas horas está suscitando polémicas, sobre todo en la capital ligur, la enésima intervención de Don Paolo Farinella en las páginas de Il Fatto Quotidiano. Farinella es un caso emblemático: desde hace años pronuncia palabras inaceptables sin que nadie intervenga. Ni siquiera lo hizo el gran fustigador de curas, el irreprochable Angelo Bagnasco. Irreprochable, sí… pero solo con quienes él decidía. En las últimas horas el sacerdote ha atacado a León XIV con palabras durísimas, denigratorias, cargadas de sarcasmo y desprecio. No un debate crítico, sino un verdadero insulto público al Papa reinante. Y sin embargo, su arzobispo, el franciscano Marco Tasca, calla. Ningún reproche, ninguna medida disciplinaria, ninguna toma de distancia. El mismo Tasca que, en cambio, no dudó en reprimir a sacerdotes “culpables” de celebrar en latín o de custodiar una liturgia solemne y cuidada. Se golpea a los sacerdotes obedientes a la Iglesia, mientras se deja total libertad a quienes siembran odio.
Un instrumento inútil, más aún, dañino
«Un sacerdote fue suspendido a divinis sin explicación alguna por parte de su obispo, y cuando recurrió a Roma se encontró hablando con un confraterno que era amigo de infancia del obispo, quien le dijo que mejor obedeciera. Ya no hay certeza, ya no creemos ni siquiera en el sacramento: tratamos el sacerdocio como si fuera un encargo que te quito cuando me caes mal o no piensas como yo», se lamenta el purpurado mientras pelea con la servilleta que no logra quedarse atrapada entre los botones de la sotana.
En este paradojo, la justicia canónica pierde credibilidad. Ya no es instrumento de equidad, sino de conveniencia. Ya no es baluarte de derecho, sino campo de batalla para intereses personales y dinámicas de poder. El derecho canónico, tal como está codificado, prevé reglas claras: proceso justo, posibilidad de defensa, garantía de pruebas. ¿Pero cuántas veces se ignora todo esto? ¿Cuántas veces los tribunales eclesiásticos se convierten en lugares de simple ratificación de decisiones ya tomadas en las oficinas, en los despachos de los obispos o en los pasillos de un dicasterio romano? Ya San Agustín advertía: “Remota itaque iustitia quid sunt regna nisi magna latrocinia?” – quitada la justicia, ¿qué son los reinos sino grandes asociaciones de ladrones? La misma pregunta se aplica hoy a la Iglesia: quitada la justicia, ¿qué queda de su autoridad moral? Si la Iglesia no garantiza justicia a sus sacerdotes, ¿cómo puede exigir justicia a los Estados, a los gobiernos, a los poderosos de la tierra?
San Juan Pablo II advertía que una Iglesia que abdica del derecho abdica de sí misma. En 1990, hablando a los jueces rotales, subrayó que el derecho canónico no es una carga burocrática, sino una necesidad intrínseca: «Se olvida así que también la justicia y el estricto derecho –y en consecuencia las normas generales, los procesos, las sentencias y las demás manifestaciones típicas de la juridicidad, cuando resulten necesarias– son requeridos en la Iglesia para el bien de las almas y son por tanto realidades intrínsecamente pastorales». Y sin embargo, lo que vemos hoy es justamente la negación de ese principio: un derecho manipulado, torcido, vaciado.
Corrupción, amistades y familismo amoral
El problema no es solo técnico, sino profundamente espiritual. El sacerdote, que por tradición es hombre de oración e intercesión, se encuentra hoy aplastado por lógicas ajenas al Evangelio. La justicia canónica, nacida para proteger a los débiles y custodiar la comunión, se utiliza a menudo para castigar al obediente y absolver al rebelde. Así se produce un efecto devastador: la pérdida de confianza. Los fieles ya no creen en la justicia de la Iglesia, porque ven con sus propios ojos la discrepancia entre proclamas y realidad. Y, de hecho, ya no creemos ni siquiera nosotros.
Mientras comemos, el obispo relata: «Ha llegado al Dicasterio un procedimiento que está llevando adelante una Orden contra un religioso que ha sometido a toda una provincia y que incluso está al frente de ****** [una institución que se ocupa de los religiosos]. La Orden, que tendría todo el interés en esclarecer los hechos y liberar a los hermanos del peso de este verdadero abusador de conciencias, está encontrando enormes dificultades. El motivo es sencillo: el imputado está tan conectado con ciertos personajes —para los que no bastarían armarios, sino guardarropas enteros por abrir— que, incluso cuando desde una oficina del Dicasterio enviamos una respuesta positiva, confirmando que se está procediendo correctamente, él consigue de todos modos encontrar al “amigo” en ese mismo Dicasterio dispuesto a reprochar a los superiores por haber sido “demasiado duros”. Un caso que resulta realmente increíble».
La selectividad de los castigos y la corrupción en los lugares de poder causa escándalo. Obispos dispuestos a reprimir a un párroco que organiza una procesión, pero incapaces de reaccionar ante sacerdotes que en redes sociales ofenden al Papa, atacan obispos, difunden fake news y ataques ad hominem a personajes públicos, o incluso incitan a la violencia y profieren blasfemias. ¿Qué imagen ofrece la Iglesia cuando deja libres a los predicadores de odio y hace callar a quienes permanecen fieles a su ministerio? No se trata de pedir represión indiscriminada, ni de invocar procesos sumarios al contrario. Se trata de reafirmar un principio elemental: la justicia debe ser igual para todos. Si un sacerdote se equivoca, debe ser corregido según el derecho, con pruebas, con proceso, con posibilidad de defensa. Si en cambio se elige cerrar un ojo con algunos y ensañarse con otros, entonces ya no se ejerce justicia, sino arbitrariedad.
Represión de los enemigos
El riesgo es que la justicia canónica se reduzca a un instrumento de intimidación política: golpear a quien hace sombra al obispo, proteger a quien está más “conectado” que él. Una caricatura de la verdadera justicia, que no construye unidad sino que alimenta división. Y aquí la reflexión se hace aún más dramática: ¿qué testimonio evangélico puede dar una Iglesia que no sabe ser justa ni siquiera en su interior? La credibilidad de la justicia canónica no se mide por los códigos escritos, sino por los hechos concretos. Y los hechos cuentan una realidad inaceptable: condenas sin pruebas, procedimientos opacos, silencios culpables ante escándalos evidentes. Esto mina de raíz no solo la autoridad jurídica de la Iglesia, sino su misma misión pastoral. Porque quien es condenado injustamente por la Iglesia, ¿cómo podrá creer que esa misma Iglesia es madre y maestra de justicia? La verdadera reforma no consiste en una nueva norma ni en un ulterior motu proprio, sino en la elección del coraje y de la competencia. El coraje de los obispos de enfrentarse a los sacerdotes prepotentes, de corregir con claridad a quien yerra públicamente, de proteger a quien permanece fiel y humilde. El coraje de reconocer los propios límites, admitiendo no tener competencias suficientes y dejándose ayudar por quienes conocen el derecho y son expertos. El coraje, finalmente, de no doblar la ley a la conveniencia del momento, sino de respetarla como signo concreto de fidelidad al Evangelio. Sin justicia, no hay paz, ni dentro ni fuera de la Iglesia. Sin justicia, no hay credibilidad. Sin justicia, la Iglesia se convierte en aquella caricatura que sus enemigos desde siempre denuncian: una institución autorreferencial, capaz de predicar pero no de vivir lo que predica. La paradoja es que la Iglesia posee instrumentos jurídicos válidos, reglas escritas con sabiduría, una tradición secular de derecho que ha inspirado incluso los ordenamientos civiles. Pero estos instrumentos quedan en letra muerta si no se aplican con rectitud. Aquí se juega el futuro: no en la multiplicación de normas, sino en la coherencia al aplicarlas.
La pregunta queda abierta, punzante, inevitable: ¿podemos aún confiar en la justicia canónica? A la luz de los hechos, la respuesta es amarga. No mientras se ejerza con parcialidad, opacidad, corrupción y miedo. No mientras se golpee a los pequeños y se deje impunes a los poderosos. No mientras se hable de misericordia para algunos y se niegue justicia a otros. La Iglesia, para reencontrarse a sí misma, debe reencontrar la justicia. Y no una justicia de fachada, sino la verdadera, la que –como enseñaban los Padres– consiste en la «firme y constante voluntad de dar a cada uno lo suyo». Solo entonces podrá volver a ser creíble no solo ante sus hijos, sino ante el mundo entero.
p.F.E.
Silere non possum